Mira el reloj: aún le faltan seis horas
para terminar la jornada de trabajo. Saca el almuerzo y la botella de agua del
maletín. Se bebe medio litro sin respirar. Desenvuelve el bocadillo: hoy
tampoco tiene hambre. Se lo ofrece de nuevo a la pantera negra que lo contempla
con brillantes y hambrientos ojos amarillos, recostada bajo la ventana. Cómo ha
crecido en los cinco días que lleva comiéndose su almuerzo. El lunes era tan
minúscula como la imagen de la foto del zoológico y hoy ya es tan grande como
la mesa. Pronto no cabrá en el despacho. Un leve chasquido separa sus ojos de
la fiera: el pomo está girando.
La puerta se abre y la secretaria del director
aparece ante él como un fantasma difuso en el que solo destaca el rectángulo
blanco que lleva en la mano. “Lo siento, García; te recomendaremos a las
empresas que conocemos y… ”, dice la aparición con tono fúnebre. Imbécil, el
difunto soy yo, piensa él mientras aquellos dedos acusadores depositan el sobre
encima de su mesa. Lo acerca a la nariz del felino en cuanto ella sale: “Ya
sabes lo que tienes que hacer”, le ordena con la convicción de que sucederá lo
mismo que le ocurrió a los ocho años, cuando alimentaba al tigre que vivía
debajo de su cama las noches en que su padrastro abusaba de él. Capítulo siguiente
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Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, pero es más agradable hacerlo en buena compañía.